Entre zorros y leones: las mujeres y la violencia política
Por: María Teresa Martínez Trujillo
Profesora-Investigadora en la Escuela de Ciencias Sociales y Gobierno del Tecnológico de Monterrey y responsable de estudios para Noria Research MXCA
Maquiavelo, el padre de la ciencia política, nos enseñó que los príncipes (hombres) debían ser astutos como los zorros y aguerridos como los leones. Claro, parte de su talento estaba en movilizar esas virtudes -típicamente asociadas con lo masculino- de acuerdo con cada situación. Al margen de la lectura muchas veces superflua y un tanto injusta del florentino, empiezo por aquí pues creo que pinta de cuerpo entero el campo político, el de su tiempo y el nuestro. Y es que, la política ha sido y es un espacio patriarcal y violento y, para participar de él, toca “aguantarse” y aprender a jugar el juego.
En un espacio patriarcal y violento no es una sorpresa que las mujeres que participan del campo político enfrenten múltiples violencias. De paso, instaladas en el cuerpo de un “masculino imperfecto”, algunas políticas perpetran violencia, reproduciendo las prácticas dominantes por supervivencia, estrategia o convicción.
¿Por qué sigue siendo una osadía que las mujeres participemos del campo político? ¿será que nunca lograremos habitarlo sin tener que pagar un altísimo precio?
Si hacemos un breve repaso por la historia de la participación política de las mujeres en México, podemos comprender lo lejos que hemos llegado en la lucha por ser tratadas con dignidad y justicia, como actoras políticas con plenos derechos. Sin embargo, también notaremos todo lo que nos falta para que la violencia no ponga el tono de lo que podemos y no podemos hacer.
Invisibilizadas, amenazadas e infantilizadas
Aunque decidir un punto de arranque tiene siempre algo de arbitrario, partamos desde finales del siglo XIX y principios del XX, un tiempo particularmente convulso en el que las mujeres no solo acompañaron a sus maridos a la Revolución, sino que se involucraron en los trabajos de fundar al Estado. No se trata de negar la participación de mujeres en las guerras de Independencia o de Reforma, sino de revisitar los tiempos alrededor de la fundación del Estado contemporáneo, el Postrevolucionario.
De estas épocas podemos aprender varias lecciones relativas a la violencia contra las mujeres en política y reflexionar sobre su vigencia. Primero, resulta que algunas mujeres participaban en logias y círculos de discusión, por lo que sus cerebros -que solían considerarse más pequeños y por eso menos capaces- rebosaban de ideas e inquietudes que las conducían fuera del dominio de lo privado, para buscar presencia en lo público. En otras palabras, no fueron “invitadas” a participar del campo político, se invitaron solas. Y sí, asumir que había algo naturalmente inferior en ellas, era (y es) una forma de violencia.
Segundo, que mujeres como Hermila Galindo o Elvia Carrillo Puerto, de las que dicen tan poco los libros de historia, encontraron maneras de inmiscuirse en política, aunque pagaron altos costos. En el camino sufrieron, por ejemplo, la traición del general Cárdenas que en el último momento decidió no apoyarlas en eso de reconocer su derecho al voto, pues siendo “tan mujeres”, podían ser manipuladas por los curas y meter en problemas al naciente partido hegemónico. Por cierto, Hermila Galindo, quien era secretaria de Venustiano Carranza, luchó para incorporar este “detallito” del voto de las mujeres a la Constitución que el señor de largas barbas paternó. Sin embargo, nadie piensa que Carranza fue “manipulado” o “instrumentalizado” por Galindo. Tal vez se debe a que la empresa no fue del todo exitosa, pero más probablemente es porque nadie pensaría en el político constitucionalista como “manipulable”. Pensar a las mujeres como “instrumentalizables” solo por ser mujeres también era (y es) violencia.
Por otro lado, Elvia Carrillo no pudo ocupar la curul que ganó legítimamente en el Congreso de Yucatán, pues tras el asesinato del gobernador -su hermano y principal valedor- fue amenazada de muerte y tuvo que huír. Desde luego, no cesaría en su intento y, de hecho, su tosudez y la de otras como ella, le abrió la puerta a las mujeres no sólo para ser electas a nivel municipal, sino para votar.
Se sabe bien que el derecho de las mujeres a votar llegó hasta 1952. Sin embargo, se repara poco en que este derecho federal fue primero “concedido” a nivel municipal. ¿Por qué? Algunas expertas dicen que se pensaba en la arena municipal como la más cercana al hogar. Así, las mujeres debían aprender a ejercer ese derecho en lo más cercano a sus dominios -el hogar- antes de osar participar en la política nacional. Incluso, un famoso cacique local “concedió” el voto a las mujeres a regañadientes, y solo para aquéllas de “decencia intachable e pensamiento socialista”. Esto nos permite ver que, además de invisibilizar a las mujeres, se les infantilizaba al intentar tutelar su forma de pensar, participar y decidir en política.
Nadie hacía entonces (ni ahora) pruebas de sensatez y cabalidad en los votantes o políticos hombres -y vaya que a veces se antoja-. En cambio, con las mujeres sí había que tener cautela, no fuera a ser que “siendo tan mujeres”, mal aprovecharan el derecho conseguido.
Un paso adelante, varios empujones para atrás
Desde finales de los 1970 las violencias que enfrentan las mujeres en el campo político se relacionan con la búsqueda de paridad en los espacios de representación popular y de toma de decisión. Ya no solo se trata de entrar al juego, sino de jugar en condiciones justas y que reflejen más cabalmente que no somos la excepción, sino un amplio y diverso grupo poblacional que merece representación.
Se han conseguido diversas medidas de acción afirmativa que, progresivamente, han ido habilitando las condiciones para que más mujeres se integren a la arena política. Ahora bien, el patriarcado, como todo animal peligroso cuando está herido, reacciona de maneras diversas, explícitas o disimuladas, pero violentas. Así, cuando se logran fijar cuotas, se inventan a “las Juanitas”, para darle la vuelta a la regla. Cuando se le ponen candados a eso de sustituir mujeres electas por sus suplentes hombres, los partidos políticos -maquinitas patriarcales- se afanan en encontrar maneras de aprovechar la medida a su favor, asignándole circunscripciones ya perdidas o de menor peso político a las candidatas.
Es como si por cada paso que damos hacia adelante, el patriarcado buscara empujarnos varios pasos hacia atrás. Tal vez porque, hasta ahora, las acciones afirmativas no han conseguido ser género transformativas y, en el fondo, partidos, secretarías y congresos siguen siendo territorios exclusivos para zorros y leones.
Ahora que se ha conseguido la regla de paridad total y el reconocimiento de la violencia política por razones de género, nos enredamos en el debate de quiénes pueden, de manera legítima, argüir ser víctimas de violencia por razones de género y quiénes usan a su favor un instrumento en el que ni siquiera creen.
Si una mujer conservadora, de un partido político inclinado a la derecha, se queja porque se habla de su cuerpo, su apariencia o de su vida sentimental antes que de su trayectoria política, o bien, cuando una mujer rubia, de clase media-alta y privilegiada se niega a que la reduzcan a ser la “esposa de”, ¿deberíamos considerar “ilegítima” su queja? ¿deberíamos desmantelar un sistema apenas naciente porque está sirviendo para que estas señoras privilegiadas (y sus partidos patriarcales) hagan política a costillas de “verdaderas” víctimas de violencia por razones de género?
Es verdad que hay mujeres que, por su perfil socioeconómico, sufren muchas y más severas violencias que las recién descritas. Y, precisamente, la interseccionalidad nos enseña que es la conjunción de atributos lo que vuelve más severas las violencias y sus consecuencias para unas y otras. Entonces, más que renegar del mecanismo -imperfecto e insuficiente- tendríamos que ocuparnos de que proteja a todas las víctimas. En ese todas, seguramente, estará alguna de las privilegiadas, pero eso es poco importante si la protección no es selectiva y ampara, sobretodo, a las que están en mayor desventaja. Es, entonces, responsabilidad de las y los jueces que este recurso no sea sólo otra forma de privilegio de los más aventajados, sino un mecanismo que desincentive el uso de la violencia como la regla del juego político.
Puestos iguales, ¿exigencias iguales?
Ya hemos establecido que las mujeres en la política enfrentan distintas formas de violencias, estructurales, simbólicas, incluso físicas. Sin embargo, conviene reparar en una tan sutil, que la ejercemos sin apenas darnos cuenta. Se trata de cómo, para el ejercicio de los mismos puestos, nuestra exigencia para con las mujeres es mucho mayor.
En los múltiples foros en los que reflexionamos juntas sobre el papel de las mujeres en política (o las empresas, o cualquier otro campo masculinizado), es común escuchar a mujeres que rompieron el techo de cristal y que, al contar su historia, nos recetan sendos “yo me esforcé, yo demostré que podía” o bien, quienes nos conminan a que “cuando tengamos un espacio, hay que demostrar que las mujeres somos muy capaces, y trabajadoras, responsables, creativas…” y un muy largo etcétera.
No tengo la menor duda de que hay mujeres que cumplen de sobra con todos esos buenos atributos. Mi problema está, más bien, con la violencia que se oculta en la sobrexigencia a la que somos sometidas las mujeres en un campo en el que a los hombres se les permite ser medianamente capaces (o ya directamente ineptos y hasta corruptos). Desde luego, es deseable que las mujeres que llegan a los puestos públicos sean las más capaces, pero también los hombres.
Regresemos los ojos a la historia y pensemos qué tan vigente suena eso de que las mujeres, aunque ocupen cada vez más espacio, no siempre hacen “lo correcto” y por eso hay que enseñarlas a pensar de cierta manera, a actuar de cierta manera, a hacer política de cierta manera. Hay que arreglarles lo que tienen descompuesto, para que no nos decepcionen, para que no malgasten la concesión que nos hicieron los señores al dejarnos participar en política.
Y, desde luego, también están quienes les exigen hacerse de “una piel más gruesa”, porque la política es violenta y a quien se mete al juego le toca aguantar y aprender las reglas. Como dice una buena amiga, el relato de “la piel gruesa” no es más que la coartada perfecta de los violentos para delegar en la víctima el resistir y adaptarse, antes que hacerse cargo de cambiar los modos. Por supuesto, si en el cumplimiento de las reglas las mujeres políticas son violentas, el jucio social es severo, no solo porque han transgredido el mandato de género al no ser “buenas mujeres”, sino por haber arruinado la preciosa oportunidad de ejercer poder.
Y es que, mientras sigamos viendo nuestra participación en la arena política como una concesión y no como un derecho, el campo político seguirá lleno de zorros y leones en sus peores versiones, sea cual sea su identidad sexual y de género. Entonces, la violencia seguirá instalada en las reglas del juego y de poco o nada servirán las denuncias y discusiones, si la máxima es la misma de siempre: niñas, aprendan a aguantarse, porque aquí, así es el juego.